María de los Ángeles Moreno Macías*
Uno de los conflictos invariantes en toda forma de organización social, desde las arcaicas —y no por ello simples— hasta las contemporáneas, es la integración de sus nuevos miembros, ya sea por nacimiento o reconocimiento de quienes no son originarios y llegan para ser condiciones históricas en las que se producen. La inclusión de nuevos integrantes de la sociedad es un asunto de suma importancia, pues de ello depende, en parte, su propia supervivencia. Por eso, al cambio de las condiciones de existencia de la sociedad se producen polémicas respecto a los reajustes que sufren también las concepciones de integración social, las vías en las que se concreta, las formas que adopta, la previsión de los efectos deseables —que no siempre posibles— y las consecuencias y procesos inesperados.
El interés y preocupaciones por la integración social llegan a los terrenos del análisis académico, a los programas de las instituciones, tanto públicas como privadas, y a las acciones de quienes directamente trabajan con poblaciones señaladas por su dificultad para integrarse a las dinámicas y beneficios definidos por la sociedad. En la consecución de la integración social, las estrategias empleadas han tenido más fracasos que éxitos; de ahí que con frecuen cia se utilice la expresión tejido social, asociada a la idea de ruptura o descomposición, para referir se a la escasa cohesión social actual.
El término tejido social no es propio de las ciencias sociales y, por ello, no constituye una categoría de estudio; sin embargo, tejido social como metáfora tiene la potencia de congregar a quienes, desde distintos lenguajes, se preocupan firmemente por la integración social. Que tejido social sea una metáfora no es motivo de desdén; al contrario, es un reconocimiento a su fuerza de comunicación porque permite establecer relaciones entre lo social1 como abstracción y un objeto material conocido; y, con ello, quien hace uso de la metáfora produce imágenes que le permiten dar una forma comprensible a eso que llamamos lo social. Sin embargo, como advierten Lakoff y Johnson (2004), un concepto metafórico destaca uno de sus aspectos mientras oculta aquel otro que le es inconsistente.
En el caso del tejido social, esta metáfora da relieve a las conexiones entre los individuos bajo el supuesto de que estas solo pueden ser benéfi cas, dejando fuera la posibilidad de que los lazos sociales pueden ser formas que dañan al indivi duo o al colectivo. De ahí que al hablar de tejido social se impide hacer una reflexión crítica sobre las condiciones en las que se producen las diná micas sociales y se centra la atención en las idea lizaciones que hacemos respecto a las relaciones entre los seres humanos.
Al hacer una reflexión sobre las condiciones de producción de lo social se puede reconocer la multiplicidad de dimensiones que hacen intrincada su inteligibilidad. Con este fin es necesario alejarse de pensar en términos de binomio al individuo y la sociedad, como si estos fueran polos de un continuum; en su lugar, hay que concebirlos en su mutua implicación. Es decir, pensemos a los individuos y a la sociedad como simultaneidad, y a esta, a su vez, como la urdimbre desde la que y en la cual los seres humanos van creando significaciones compartidas.
Desde este planteamiento, en el que los individuos en sociedad cobran existencia por las significaciones que crean, abandonemos la metáfora del tejido social y dejemos de aspirar a reparar tal tejido como si fuera una tela que se puede remendar porque está rasgada. Al dejar la metáfora, podemos centrarnos en la dilucidación sobre las significaciones que nos vinculan y aquellas otras que nos hacen poner distancia con los demás; ambas formas nos constituyen y tienen igual importancia. Así, nos acercamos a una de las acepciones de la cultura, aquella en la que se le identifica como trama de significaciones.
En esta concepción de cultura podemos encontrar un extenso campo de prácticas, creencias, saberes, nociones y condiciones cuyos límites temporales y espaciales son difusos. Los flujos de lo cultural no tienen cauces preestablecidos, sus cruces pueden ser azarosos; la cultura es síntesis de lo momentáneo, lo fugaz y lo perenne.
Como red de significaciones, la cultura devela y oculta, teje memoria y anida historia; es producción humana que trasciende a los sujetos históricos; es dimensión de creación-destrucción creación de formas que nos permiten organizar el mundo, situarnos como seres en él y actuar desde nuestras capacidades y potencia. Es desde la cultura que, de muchas maneras, nos encargamos de producir esas formas de integración, y es en ella que se revela aquello que va cambiando en lo social de manera clara y contundente o en forma imperceptible y dudosa.
Sin embargo, no es la cultura la única dimensión a cargo de la tarea de integración social y no lleva todo el peso de los resultados. Las perturbaciones propias de lo cultural se multiplican y potencializan por afectaciones de otras esferas como lo económico y lo político; las alteraciones resultantes se manifiestan en diferentes órdenes que involucran a los individuos, los colectivos y las instituciones.
Murga (2017) hace una lectura sobre las instituciones y los efectos de banalización que han sufrido debido a las acometidas del mercado neoliberal que, con toda su fuerza, pretende sustituirlas y en mucho lo logra. Esta sustitución ha socavado las posibilidades de creación del vínculo colectivo, pues los intereses capitalistas permean toda relación posible y se afanan en determinar sus cauces. La reflexión de la autora inicia recuperando el argumento de Richard Sennet respecto al «descrédito [de las instituciones] que desde las “izquierdas” se generó a partir de la década de 1960 al ser consideradas aparatos ideológicos del Estado que ejercían la dominación y mutilación de las libertades de los sujetos y los colectivos» (Murga, 2017:33).
En estos decenios las instituciones han mutado sus intereses, funciones, formas de hacer y responsabilidades para con lo social. Para comprender mejor este juicio, es importante superar la con cepción que generalmente tenemos sobre ellas como estructuras organizacionales jerárquicas con fines preestablecidos y concebir las también como «normas, valores, lenguaje, herramientas, pro cedimientos y métodos de hacer frente a las cosas y de hacer co sas […] conjunto de procesos, acciones, patrones de significación, condiciones de intercambio, rejillas taxonómicas, ordenamientos materiales y simbólicos» (Mier, 2004a: 153-154.
Desde esta forma de pensar las instituciones, se hace patente el interjuego de lo económico, lo cultural y lo político en la pro ducción de lo social y podemos observar que individuo, colecti vo, institución y sociedad no son entidades que existen per se; su mutua implicación en la urdimbre de significaciones genera los flujos de acción o inacción, según sea el caso. Al respecto, Murga retoma a Cornelius Castoriadis y ofrece una interpretación inte resante y poderosa sobre lo que nos sucede actualmente, como una sociedad en descomposición que ha sido llevada a tal punto por el derrumbe de la autorrepresentación de la sociedad y la dilu ción de la dimensión histórico social. Con el derrumbe de la autorrepresentación de la sociedad, Murga refiere el mecanismo por el cual, como sociedad, nos au toocultamos que somos productores de esta. Dejamos de ver que la sociedad es una producción colectiva anónima, nos im pedimos verla como creación humana y, con ello, disminuimos nuestra potencia para generar significaciones sociales que la transformen. Con la dilución de la dimensión histórico social, la autora esclarece, por otra parte, el olvido respecto al pacto que como sociedad establecemos con los que no están, sean estos quienes nos precedieron y sean también quienes vendrán des pués de nosotros. Respetar el pacto es un modo de autorrepre sentación en conjunto que nos hace responsables de nuestros actos en nuestro tiempo.